Recordando a Mario Benedetti

Friday, June 17, 2011

Saint-John Perse: poeta antillano


Cuando leemos Elogios ―extraordinario libro de poemas de Saint-John Perse―, estamos leyendo una enorme crónica de un período de la vida de América Latina y, en particular, del Caribe

por Enrique Saínz

Un prodigioso poeta francés del siglo XX y de todos los siglos, Alexis St. Léger Léger, conocido en el mundo literario como Saint-John Perse, nació en Guadalupe en 1887, en una región que pertenecía a la familia paterna, como lo evidencia el nombre del islote en el que vino al mundo: Saint-Léger-les-Feuilles. Allí transcurrieron sus primeros once años de vida, entre paisajes espléndidos y diversas realidades materiales de naturaleza múltiple, conjunto que habría de cantar más tarde, a inicios de la centuria pasada, en un extraordinario libro de poemas: Elogios (1911), publicado en París al cuidado de André Gide, quien vio en el joven un gran talento y una singular fuerza creadora.

En 1899, compulsada por la crisis económica que sobrevino tras un fuerte terremoto acaecido en 1897, su familia abandonó aquellas tierras y se trasladó a Francia, donde el futuro poeta cursaría estudios de bachillerato y, más tarde, de Letras, Medicina y Derecho. De gran avidez por el conocimiento, se adentra en otras disciplinas: Geología y Botánica, universos que fueron también objeto de atención por grandes románticos alemanes de finales del siglo XVIII, como Novalis. Dedicó serios esfuerzos al estudio de la flora de las Antillas con el maestro Duss, y asimismo se empleó a fondo en los misterios de la costra terrestre y de la biosfera, mientras que aprende griego para leer a Empédocles y traduce a Píndaro, un autor con el que tiene gran afinidad.

Aquellos primeros años en las tierras caribeñas colmaron al niño de colores y sonidos, del esplendor de una naturaleza fastuosa, de los diversos oficios que hacían habitables las colonias y de los hombres y mujeres que poblaban las ciudades y los pequeños conglomerados humanos de esas regiones. Su vida posterior estuvo caracterizada por viajes, tareas diplomáticas, vaivenes de la historia, escrituras, amistades, amores. Su poesía fue ganando en volumen, pero no en vigor, pues ya desde sus mismos inicios su palabra tenía una infrecuente energía y una grandeza, sin duda, excepcional. Las experiencias de su vida familiar y del entorno natural y social en que se desarrolló su infancia fueron trasladadas a los textos de ese, su primer libro, ya con una plenitud total y con la certidumbre que confiere el desbordante talento del poeta, lector igualmente lúcido de la gran tradición de su idioma.

Asombra leer esta poesía intensa en la que se rememoran aquellas vivencias, con un dinamismo incomparable, visiones totales de un cosmos sin fronteras, aunque podamos ubicar con precisión los límites geográficos del paisaje y del ámbito familiar. Las imágenes cotidianas del niño cobran una dimensión que rebasa tiempo y espacio, si bien nos percatamos de la teluricidad antillana en las estrofas y en el léxico, en los personajes y en las jerarquías sociales que los textos transparentan.

Esos rasgos caracterizan también las creaciones posteriores del autor, siempre nutridas de dilatados espacios ilimitados y atravesados por hombres y mujeres anónimos, sin historia, encarnaciones del hombre universal que Perse cantó como nadie en nuestra época. Hay, en esas páginas iniciales, una enorme tensión en el diálogo entre la inmensidad y los hechos inmediatos, pequeños, y entre el individuo y el cosmos en que habita y realiza su vida cotidiana. Todo cobra, ante los ojos del poeta, una dignidad que lo mueve a la alabanza y al más entusiasta testimonio de esa dinámica existencia, oculta o manifiesta, de todos los días en las labores del trabajo sustentador.

En el poema “Para celebrar una infancia”, donde aparecen sus recuerdos de niño, acaso con más fuerza que en ningún otro momento de Elogios, presenciamos todo un mundo de extraordinaria riqueza natural y de un dinamismo que solo los grandes creadores pueden comunicarnos. Veamos estos momentos maravillosos de la sección I en la versión de Jorge Zalamea, probablemente su mejor traductor al español:

¡Palmeras…!
Entonces te bañaban en el agua-de-hojas-verdes; y era también el agua verde sol, y las sirvientas de tu madre, altas mozas lucientes, meneaban sus cálidas piernas cerca de tu temblor…
(Hablo de una alta condición, antaño, entre los trajes, en el reino de girantes claridades.)

¡Palmeras…! y la dulzura
de una vejez de las raíces…! La tierra
entonces deseó ser más sorda, y el cielo más profundo en donde los árboles
demasiado grandes, fatigados de un oscuro designio, anidaban un pacto inextricable…
(He tenido este sueño, en la estimación: una segura permanencia entre las telas entusiastas.)


Y más adelante, en la sección V:

[…] ¡Ah, motivos tengo de loa!
Mi frente bajo manos amarillas,
mi frente, ¿recuerdas los nocturnos sudores?
¿la medianoche vana de fiebre y el sabor de cisterna?
¿y las flores de alba azul danzando sobre las ensenadas de la mañana,
y la hora mediodía más sonora que un mosquito, y las flechas lanzadas por mar de colores?…

¡Ah, motivos tengo, motivos tengo de loa!
Había en el muelle altos navíos musicales. Había promontorios de Campeche; frutos de madera que estallaban… Pero, ¿qué han hecho de los altos navíos musicales que había en el muelle?


Siempre, en Perse, la alabanza, el canto de un entusiasmo desbordante, exultación de la naturaleza y del ser humano, de las hazañas y los grandes movimientos de viejo sabor épico, pero sin héroes individuales, con la colectividad moviendo la historia y los hechos sociales.

Poeta de nuestra época, escribió enormes textos en los que la prosa se despliega ante el lector como un gran relato que rebasa los límites formales de la poesía tradicional. Este primer libro, Elogios, es un canto a las tierras caribeñas y, con ellas, a las tierras latinoamericanas, en la palabra de un poeta francés que es también un poeta del mundo, un creador universal cuya obra comenzó por estas latitudes y se fue abriendo hacia una totalidad sin fronteras geográficas ni raciales.

En un brillante y discutible ensayo ―como todos los suyos―, titulado “¿Poesía latinoamericana?” (1967) y recogido en su libro El signo y el garabato (1992), el poeta mexicano Octavio Paz califica este poemario de Perse, y Cuaderno de un retorno al país natal (1942), de Aimé Césaire, de obras “tan profundamente americanas y, al mismo tiempo, tan estrechamente ligadas a la tradición poética francesa moderna”.

En las páginas deslumbrantes de este formidable libro de Saint-John Perse está la riqueza natural del Caribe, su paisaje barroco con ese entreveramiento de flora, fauna, montañas, mar, cielo, sobreabundante luminosidad e impenetrables noches repletas de estrellas, con tormentas descomunales, como la que cantó José María Heredia. Ahí está, asimismo, el poderoso aliento vital que no cede en vigor y grandeza a los espacios de más ricas y antiguas culturas, como nos revelan esas vibrantes estrofas. Este poeta nos entrega la realidad de nuestras tierras caribeñas con una fidelidad que no podemos pasar por alto en estas reflexiones. Es el suyo un realismo sin fronteras, como calificó Roger Garaudy, el estilo mediante el cual Perse despliega la profunda mirada con que se adentra en los paisajes y en los oficios, en los rostros y en los detalles más insignificantes y menos perceptibles a la contemplación común. Estamos, pues, en presencia de una sensibilidad barroca que no aparece en el poeta por sus lecturas o su formación académica, sino por su voluntad testimoniante, esa necesidad de decirnos el acontecer y el entorno con absoluto apego a lo que perciben sus sentidos.

La literatura latinoamericana, barroca por definición, como ya han demostrado importantes estudiosos y relevantes ensayistas, entre ellos, José Lezama Lima y Alejo Carpentier, reaparece con ese rasgo definidor en un joven poeta ya en la década de 1900, cuando escribía los textos que integrarían luego, en 1911, este libro inicial. Tanto Carpentier como Lezama se acercaron a la gran obra de Perse, gesto perfectamente coherente con la cosmovisión de ambos autores, pues veían en el francés nacido en Guadalupe a un escritor que pertenecía, por derecho propio, a la riquísima historia espiritual de estas tierras.

Cuando leemos Elogios, estamos leyendo una enorme crónica de un período de la vida de América Latina y, en particular, del Caribe, región esta última que, por entonces ―comienzos del siglo XX―, mantenía su estatus colonial. Perse reitera en algunos momentos de su obra las diferencias clasistas, pero no es la suya una imagen que pretenda subrayar las diferencias, sino solo poner de manifiesto los hechos, así como evidencia la luminosidad y los sonidos del mundo natural, las dimensiones de los espacios abiertos y la belleza de los detalles, de una naturaleza vista en sus pequeñas expresiones, como vemos en muchas páginas de este extenso poema. Los sentidos se colman de olores, sabores, colores, formas, texturas, objetos, rostros, cuerpos diversos, movimientos, presencias y ausencias, todo ello con una sucesión interminable que viene a enfatizar el carácter barroco de esta obra, su barroquismo natural, genuino, sin impostación estilística ni voluntad puramente literaria que buscase una manera propia.

Es esta una poesía del asombro y del entusiasmo, de la riqueza vital y del canto a la vida, poesía, al mismo tiempo, absolutamente espontánea, aunque también podemos hallar en estos versos dilatados una voz propia, que afloraba en aquellos años en el panorama de las letras francesas. Leamos ahora este momento impar en el que la memoria va recreando las imágenes sucesivas de la infancia:

Infancia, amor mío, también he amado la noche: es la hora de salir.
Nuestras nodrizas han entrado en la corola de los trajes… y pegados a las persianas,
bajo nuestras trenzas heladas, hemos
visto cómo lisas, cómo desnudas, levantaban a todo el alto del brazo el blando anillo
de la falda.
Nuestras madres van a bajar, perfumadas con la hierba-de-Madame-Lalie… Sus cuellos
son hermosos. Ve delante y anuncia: ¡Mi madre es la más bella! –Oigo ya
las almidonadas telas
que arrastran por los cuartos un dulce ruido de trueno. ¡Y la Casa! ¿la Casa?...
¡salimos de ella!
Hasta el anciano me envidiaría un par de matracas
y el susurrar con las manos como una liana de guisantes, la guilandina o la mucuna.

Los que son viejos en la comarca sacan una silla al patio, beben ponches color de pus.


Ahí está América, ahí está el Caribe, ahí estamos nosotros, nuestra historia, nuestro ser más profundo en el mestizaje que nos identifica, y con el que estamos haciendo nuestro espacio para todos.

Tomado de Cubaliteraria


Tomado de
La Ventana

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