Recordando a Mario Benedetti

Monday, October 31, 2005

YELLOW ONE.




Cansado, salgo a pasear mis frustraciones con el pesimismo que produce el aburrimiento de no saber, qué hacer con la vida, esperando que en la anormalidad algo sobrenatural acontezca y saque mi ser de este climaterio antártico. Soñando sin la vigila con ser ese animal de la noche, al que su instinto le hará de brújula para atracar en un puerto de satín o seda. En los muslos enfermos de otro ansioso ser. Aburrida como él de vivir sin saber por qué y para qué. Entro al bar, todos parecen contagiarse de inanición, dormitan como bolsas de excremento y sangre sobre sus asientos de hule, simulaciones de cuero. Las paredes del bar pueden contactarse los antiguos vestigios de pintura. Atesoran una heterogénea exposición de grafftis hermafroditas con oscuros significados sicológicos, dejado como códices por bohemios, ladrones, yonquies y prostitutas que frecuentan, el lugar, buscando calmar su ocio y el aburrimiento entre sorbos de alcohol y otras cosas raras. El ambiente yace sobre luces de fondos pobres simulaciones de las luces de los prostíbulos de los suburbios parisienses. Paul Simón con su voz, melódicamente, dulzona y seductiva subyuga la noche.

En el fondo está Mario, él de siempre, sus tragos mecánicos con sabor a mala noche e insomnio, con sus obesos codos recostados sobre el mostrador desgastado por los roces continuos de los vasos. ¡Lícuame un Zombi!, -le digo-. Lo echa a correr sobre el mostrador con las ruedas de su mala gana. Luego de unos minutos, la necesidad de orinar amenaza con reventarme las próstatas. Salgo, sorteando, los sucios muros para ir al baño, y una pareja se entregan, íntimamente, a conocerse sin importarle el olor a orines que sale del cuartucho. Entonces compruebo, que las nociones sobre el entorno o el peligro desaparecen al hacer el amor. Ella, con su pecho al descubierto deposita sus enormes senos terminados en dos pistachos en las manos del joven como si se tratara de una ofrenda a un dios griego. Este se entrega al goce desenfrenado del placer, y como un toro furioso se abalanza a poseerla, dándole apasionados mordiscos debajo del cuello: pequeños tatuajes de rosas rojas sobre su delicada piel de durazno. Le levanta la falda de un vuelco, introduciéndose entre sus entre sus piernas. Casi tembloroso, rueda su braga negra a un lado. Noto, claramente, cuando la penetra por los dolorosos gestos de contrición en su rostro. Ella, intenta contrarrestar la dolorosa sensación mordiéndose los labios. Se da comienzo a la mecánica ecuación del ritmo. Vaivén, sudor y gemidos se funden en una mezcla pasional. Ella se excita más al sentirlo balbucearle confusas palabras en su oído derecho, y al palpar la rugosidad de las manos varoniles, que aferrándose, fuertemente, sus nalgas, las aprietan como si trataran de absorbérselas de un arranque de pasión.

En el aire se siente el inconfundible dulzor del almizcle femenino, confundiéndose con olores a humedad y a vómitos reciente de algún borracho. El cuarto no parece ser suficiente para los gemidos, que como placenteros átomos se disuelven en el aura del éter, y rebotan de mis tímpanos, elevando mis pulsaciones sensoriales. Yo, que no esperaba encontrarme en medio de aquel dichoso espectáculo, lo disfruto con la apócrifa actitud de un vouyerista casual, que por satisfacer su morbo he olvidado por completo los dolores en mi vejiga. ¿Creo que vine a orinar?....eso creo. Mientras mis insatisfechos ojos se masturban. La lujuria y el deseo se exacerban al ver su cuerpo que se ausculta en mi cerebro a pesar de la grandeza desmesurar de sus senos igual a dos claraboyas marinas. Una vez que el frenesí del orgasmo los estremece, yo me dispongo a concluir mi experiencia, desahogando mí conducto urinario en el mugroso inodoro. Le doy un golpe con el pie derecho, y se baja mis inmundicias de un sólo trago. Cojo un condón olvidado por alguien cerca del lavamanos, lo echo en el bolsillo de mi camisa. Salgo presuroso, empapado por el sudor, y sin nada de fuerza en las rodillas. Me abro pasos entre la multitud para volver al mostrador del bar. Al sentarme, Mario no esconde su recelo tampoco aparta de mí sus ojos llenos de ira por la amabilidad con que trato una trigueña, que poco antes charlaba con él de forma amena. Le sonrío, y ella, liberal o muy puta, corresponde con cierta suspicacia erótica de complicidad en sus labios. Le ordeno un trago mientras susurro una cita de amor en su oído, mordiéndoles los lóbulos con la punta de mis labios.

¿Motivos? Tal vez quiera compartir una placentera noche. Salimos rumbo a la puerta. -¿A tu apartamento o mi casa? Le pregunto, a ella le da lo mismo. Vuelvo el rostro, y Mario no simula su enojo, clavándome sus pupilas en mi espalda como si fueran filosas dagas yemeníes. Su odio queda reflejado en el cristal de la puerta. Yo, tranquilo, camino con la incertidumbre de quien participa en un juego de ruleta rusa: oscuro sorteo de vida o muerte una vez me sumerja en el placer irrevelable del coito.


Daniel Montoly © 2001

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