Recordando a Mario Benedetti

Monday, November 29, 2010

ARCHIVO:No es posible hablar de poesía sin Vallejo


César Vallejo, en el septuagésimo aniversario de su desaparición física, es un guía tutelar para su pueblo, y para Nuestra América toda

por Marlene Vázquez Pérez

No es posible hablar de poesía latinoamericana del siglo XX sin mencionar al poeta peruano César Vallejo. Su obra, que se debate entre autoctonía y universalidad, nacionalismo y vanguardia, da fe de las tremendas contradicciones de la época en que vivió. Nacido en Santiago de Chuco, en 1892, y procedente de una familia de clase media, aunque situada en el modesto contexto provinciano, creció en un hogar católico y feliz, firmemente asentado en la concepción patriarcal de la familia numerosa, nucleada alrededor de los padres.

Descendía de indias chimúes y sacerdotes españoles, y su condición de mestizo le acarreó la consiguiente discriminación racial y social. Dotado de un talento especial, que fue advertido por maestros y familiares desde la infancia, fue protegido y ayudado por sus padres y hermanos mayores, quienes se esforzaron al máximo para que concluyera una carrera universitaria.

Tuvo una iniciación laboral temprana, que marcaría su vida y obra, luego de dos intentos fallidos de cursar estudios superiores. Un empleo en el asentamiento de Quiruvilca lo convirtió en testigo de la dura explotación del minero peruano, experiencia que trasladaría años después a su novela proletaria El tungsteno (1931). Poco más tarde sería el preceptor de los hijos de un rico hacendado, su bautismo como pedagogo. También fue ayudante de cajero en otra rica hacienda, donde se llevaba un atroz régimen de trabajo y los salarios eran míseros.

En medio de estas difíciles condiciones de trabajo, es capaz de economizar para costearse la matrícula en la carrera de Letras en la Universidad de La Libertad, de Trujillo, en 1913. Mientras, trabaja como maestro y participa en la vida cultural de la ciudad, donde contacta con otros jóvenes que comparten sus inquietudes. De esta etapa son sus poemas inaugurales, no siempre logrados, pero sí anunciadores de una honda sensibilidad lírica y humana.

Se gradúa con honores, con una tesis titulada El romanticismo en la poesía castellana. Ya es un joven atormentado, susceptible, contradictorio, que se enamora muy apasionadamente y padece hondos desgarramientos amorosos. Luego marchará a Lima en busca de mejores perspectivas intelectuales.

La capital le depara un corto período de calma y estabilidad económica, pues llegó a ocupar la dirección de un prestigioso colegio, gozó de la amistad y estimación de importantes figuras de las letras, que accedieron al manuscrito de su libro Los heraldos negros, finalmente publicado en 1919. Casi contrae matrimonio con una joven a la que amó desaforadamente, acontecimiento que marca su poesía de entonces, pero amaba demasiado la libertad y la literatura para cambiarlas por la estabilidad.

Estudió Leyes en la Universidad Mayor de San Marcos, en Lima, donde aún hoy se deja ver su huella, no sólo en la dorada efigie de bronce que perpetúa su memoria, a la entrada de la escuela de Letras, sino en el afecto y la veneración que le tributan los enamorados sanmarquinos y los profesores y estudiantes en general.

Son años de hondas contradicciones y luchas en el Perú y en otras zonas del continente. Vallejo, demasiado turbado por sus propios dolores de alma, que se acrecieron además con la muerte de su madre, no tiene implicación directa, pero simpatiza con el movimiento huelguístico de los obreros peruanos, que reclaman la jornada de ocho horas, o con las repercusiones en su patria del movimiento por la Reforma Universitaria, iniciado en la universidad argentina de Córdoba, y que influiría en todo el continente.

Al país llegan además los aires de la Revolución de Octubre, y en ese contexto colabora la revista Nuestra Época, que fundara el marxista peruano José Carlos Mariátegui, con quien se sintió profundamente identificado.

El golpe de estado de Augusto B. Leguía tiene lugar en mayo de 1919, en una Lima asolada por la represión policial y las protestas obreras. Su consigna demagógica “Patria Nueva” confundió a los estudiantes y a la clase media, que creyeron mayoritariamente en sus promesas y apoyaron a su gobierno. Sin embargo, reprimió sangrientamente a los obreros, y sus principales dirigentes fueron encarcelados y algunos, como Mariátegui, debieron salir al exilio.

Es entonces cuando sale a la luz su primer libro, Los heraldos negros, en julio de 1919. Varios críticos reconocidos lo celebran. Resaltan su tono renovador, que aunque era portador aún de la impronta modernista, ya poseía una nueva sensibilidad y la poderosa originalidad del gran poeta que sería César Vallejo.

El coloquialismo irrumpe en varios poemas del libro, y coexiste con elementos formales propios del Modernismo, presentes en otros textos, como los versos alejandrinos (14 sílabas) y endecasílabos (11 sílabas), o las referencias mitológicas. Lo mismo puede decirse de las rupturas de sistema, la deslexicalización de frases hechas, la sencillez expresiva, el apego a los temas de la vida cotidiana, entre otros recursos. Todos estos elementos, que serían retomados posteriormente por la poesía conversacional, hacen de este poemario un libro precursor en ese sentido.

Es un libro sombrío, de dudas, de debate entre la vida y la muerte, de invocaciones a Dios en tono de reconvención, porque se ha desentendido de los problemas del hombre que ha creado. Le confirma su visión amarga de la vida el hecho de verse envuelto, por accidente, en un proceso judicial en su natal Santiago de Chuco, que lo llevaría a cumplir injustamente ciento doce días de cárcel. Nunca se repuso del dolor de la prisión, que será presencia frecuente en el resto de su obra.

Su libro Trilce (1922) fue casi unánimemente incomprendido, por su experimentalismo, su renovación del lenguaje poético y su ruptura con el buen gusto establecido. Se desentiende de las rimas y metros tradicionales, y ejerce en él su vocación de vanguardia, lo cual ocurre sin haber contactado aún con los ismos europeos y sin fundar escuelas ni lanzar manifiestos. Se trata de la metamorfosis de su propia originalidad, de su verbo y su sensibilidad especiales, que lo llevan a la búsqueda libérrima de su propia expresión. En muchos sentidos este libro anticipa decires que luego serían habituales en el surrealismo francés, aún no constituido como escuela.

Llega a París en julio de 1923, cumpliendo con una regularidad de las letras continentales desde el siglo XIX, y ya no regresará a Perú. Le aguardan grandes restricciones económicas, enfermedades y calamidades de todo tipo, compensadas en parte por el amor de la que luego sería su esposa, Georgette de Vallejo.

Paulatinamente se inserta en la vida cultural parisina, obtiene una beca de estudios en Madrid que gestiona arduamente, se relaciona con intelectuales latinoamericanos y españoles y publica en revistas y periódicos. También colabora en la revista Amauta, que dirige su coterráneo Mariátegui, quien le dedica en 1926 un extenso ensayo reconociendo el carácter fundador de la poesía vallejiana para las letras latinoamericanas.

Su pensamiento se radicaliza cada vez más, su interés y su solidaridad hacia el dolor ajeno se extienden hacia toda la humanidad, y comenzará a leer sobre el marxismo. Hace dos visitas a la Unión Soviética que lo harán advertir la valía del nuevo mundo en gestación. Sin embargo, si bien reconoce el compromiso político del ciudadano, no concibe la obra de arte de carácter propagandístico o panfletario, sino que lo político debe ser algo mucho más profundo e integrado al proceso creador.

Su expulsión de París, en 1930, es el resultado de sus posiciones explícitamente revolucionarias, y entonces marchará a España, donde se incorpora al Partido Comunista. La República Española está en sus albores, hay en ella un mensaje de esperanza para su pueblo, una mirada hacia el futuro, pero la realidad sigue siendo de pobreza extrema. Esta experiencia lo convence definitivamente de la necesidad de la revolución social como única vía para implantar un orden más justo.

Su cercanía a España, su seguimiento del destino ulterior de la causa republicana y su participación a favor de la izquierda y el antifascismo se mantienen, aún después de retornar a Francia. Participa activamente en el II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, celebrado en 1937, en plena Guerra Civil Española.

El mayor absurdo de su vida, una muerte prematura que le llegará brutalmente en 1938, cuando ya es un escritor hecho, en el mejor momento de su madurez estética y política, es una suerte de reafirmación de su tristeza permanente. Todos estos años de radicalización de su pensamiento quedan sintetizados en una estimable obra ensayística, pero sobre todo en las honduras de sus libros póstumos, ordenados devotamente, página a página, por Georgette de Vallejo, Poemas humanos y España, aparta de mí este cáliz, que denotan una unidad estilística y una coherencia de pensamiento revolucionario, tanto en versos como en actos.

Es su amor desbordante al ser humano el hilo conductor que une ambos libros, con los cuales da fe de su tránsito del sentido individual del dolor y la injusticia a una visión colectiva, social, de esta problemática.

Por eso hoy, en el septuagésimo aniversario de su desaparición física, César Vallejo, ceñudo y triste en el busto samarquino, desafiando la garúa limeña, es un guía tutelar para su pueblo, y para Nuestra América toda; una voz que desafía su natural silencioso en vida para ser clamor de los que sufren, trabajan y aspiran a un mundo mejor.

Marlene Vázquez Pérez es escritora e investigadora del Centro de Estudios Martianos (La Habana).

Tomado de CubaNow

Tomado de La Ventana

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