Recordando a Mario Benedetti

Monday, August 15, 2011

RECUERDO CON LEZAMA



En ocasión del aniversario 35 de la muerte del excepcional escritor y ensayista cubano José Lezama Lima, este 9 de agosto, La Ventana ofrece a sus lectores los recuerdos de Ciro Bianchi, publicados en la revista Casa de las Américas 261

por Ciro Bianchi Ross

No puedo precisar cuándo y dónde vi en persona a José Lezama Lima por primera vez. Me inclino a pensar que fue en la sede de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, en un atardecer en que se juntaron, para leer sus poemas, Eliseo Diego, Octavio Smith, Virgilio Piñera y Lezama. Virgilio cerró su parte con el poema titulado «Las siete en punto», que incluiría en 1969 en su libro La vida entera, y Lezama leyó «El coche musical» y «Rapsodia para el mulo». Lo aplaudieron como a un cantante de rock y el poeta saludó al auditorio con el libro en alto.

Guardo, sí, bastante memoria de la participación de Lezama en un ciclo de conferencias sobre las letras cubanas que auspició el Instituto de Literatura y Lingüística. Habló allí sobre Heredia, Zenea, Casal, Tristán de Jesús Medina…

En aquellas charlas, Lezama improvisaba ante un auditorio heterogéneo de obreros, estudiantes y profesionales aficionados a la literatura, y hacía su palabra amena y comprensible para todos. No ofrecía visiones cerradas ni opiniones concluyentes sobre los poetas que abordaba, sino que se les acercaba por la biografía, emitía juicios críticos someros y recomendaba libros de consulta, con lo que trataba, en suma, de estimular el interés y la curiosidad de quienes lo escuchábamos para ayudarnos a conformar nuestra propia opinión sobre esas figuras. Algo similar a lo que hizo en los tres volúmenes de su Antología de la poesía cubana.

Eran las charlas de un erudito para un público no precisamente erudito: lenguaje llano, tono coloquial, precisiones indispensables y apreciaciones imprescindibles, calzadas siempre con el dato más atrayente, pues Lezama sabía cómo desenredar la madeja por la punta más interesante. Y alguna que otra vez, un chispazo genial, una comparación insólita y memorable, como cuando dijo que la lectura de la poesía de Zenea producía en la boca un gusto similar al que nos queda luego de ingerir alguna vianda o cuando afirmó que Tristán de Jesús Medina era un hombre brillante y sombrío como un faisán de Indias.

Solía decir el poeta que el cubano llegaba a las citas antes de la hora fijada o después, pero que jamás lo hacía con la debida puntualidad. Él no constituía la excepción y las noches de sus charlas arribaba al Instituto de Literatura y Lingüística antes que ninguno de sus oyentes, se sentaba, acompañado por María Luisa Bautista, su esposa, en una de las butacas de la última fila del salón de actos y aguardaba la llegada de un público que se convertiría en habitual. Cuando había ya una asistencia más o menos nutrida, se dirigía al estrado, cargado con los libros que después apenas consultaba, caminando muy lentamente, con ademanes que siempre sospeché estudiados.

Yo cursaba entonces el bachillerato ―María Luisa era precisamente mi profesora de Literatura― y en la espléndida biblioteca del Instituto de Segunda Enseñanza de la Víbora, leí su ensayo sobre Arístides Fernández. Del Departamento Circulante de la Biblioteca Nacional saqué Tratados en La Habana y Diez poetas cubanos. Constante Diego, el hijo mayor de Eliseo, que era mi compañero de estudios, me trajo un día, no sin gran preocupación del autor de Versiones, el ejemplar de Analecta del reloj, que Lezama dedicó a su padre.

Hablaba sobre Lezama con mis amigos, discutíamos sus textos, buscábamos su nombre en las publicaciones periódicas de la época. Constante Diego lo conocía personalmente y era el privilegiado del grupo. Una amiga trabajaba con él en el Instituto de Literatura y era otra favorecida. A través de ellos me enteraba de muchísimas anécdotas que ―en versiones a veces radicalmente diferentes― llegaban también a mí por otras vías.

Siempre me llamó la atención la cantidad de anécdotas que tenían a Lezama como protagonista. Andando el tiempo, cuando tuve con él una relación cercana, le pregunté hasta qué punto ese anecdotario resultaba verdadero y hasta dónde apócrifo. Me respondió: «Como dijo Rilke, la fama es la suma de todos los equívocos. Muchas de esas anécdotas son ciertas, otras no, pero sucede que yo siempre termino por atribuirme las que me favorecen y las que no me convienen las desautorizo de inmediato».

Si no puedo precisar cuándo vi a Lezama por primera vez, recuerdo, sí, la primera vez que conversamos. María Luisa nos presentó en la noche de Confluencias, aquella conferencia autobiográfica que en 1968 pronunció en la Biblioteca Nacional. Como ya yo había avanzado un buen trecho en la obra del autor de Enemigo rumor, pude haber sostenido con él un diálogo medianamente inteligente. Pero cuando estreché su mano suave y cálida me sentí tan impresionado que solo alcancé a murmurar una frase incomprensible.

La cubanía irrepetible

Después de aquella presentación no volví a ver al poeta hasta el año siguiente, cuando preparaba mi investigación sobre el momento cubano de Juan Ramón Jiménez, publicada en La Gaceta de Cuba, y en la que participaron asimismo Cintio Vitier y Fina García Marruz. Meses después Lezama accedería a responderme un largo cuestionario sobre su vida y su obra que, a sugerencia suya, se incluyó en la Valoración múltiple que editó Casa de las Américas en ocasión del sesenta cumpleaños del autor de Paradiso.

Tanto la indagación sobre Juan Ramón como la entrevista las realicé en el despacho de Lezama en el Instituto de Literatura. A la primera respondió por escrito. En la entrevista conoció el temario de antemano y durante varias jornadas de trabajo improvisó las respuestas que yo tomé al dictado.

Recuerdo que Lezama estaba eufórico el día en que le formulé la que entonces fue la pregunta final de la entrevista. En esa misma mañana había conducido los trámites para un viaje a París, invitado por la Unesco, a fin de tomar parte en un coloquio sobre Gandhi convocado por ese organismo internacional. Su partida era inminente y quedamos en vernos en su oficina tres semanas más tarde, cuando ya de seguro estaría de vuelta. Transcurrieron unos quince días cuando me tropecé con una amiga común a la que pregunté sobre el regreso del poeta. «¿Vuelto?», exclamó, «Lezama no fue a ninguna parte».

Esa misma noche lo llamé por teléfono y concerté una cita para el día siguiente. Estaba ansioso por saber lo ocurrido y cuando inquirí me dijo: «No me pregunte las razones, pero preferí cancelar el viaje a última hora». La conversación siguió su curso y casi cuando me despedía, expresó: «Mi padre murió fuera de Cuba. San Agustín dice que quien muere fuera de la ciudad no alcanza la resurrección y todo viaje es un pregusto de la muerte... Imagine lo que es viajar en un avión donde solo una delgada lámina de aluminio nos separa de la eternidad». A Pablo Armando Fernández diría: «Pregunté al retrato de mi madre y ella me dijo: “Joseíto, no hagas ese viaje”».

La entrevista por sus sesenta años dio paso a una relación más cercana y yo continué mis visitas a Lezama en su oficina del Instituto. Fundador de ese centro, donde figuraba en calidad de asesor, desplegó allí una labor meritoria. Publicó la ya mencionada Antología de la poesía cubana, la poesía de Zenea y recopiló la prosa completa de este escritor, así como la de Tristán de Jesús Medina. Recopilaciones estas, las de la prosa de Medina y Zenea que, hasta donde sé, están perdidas, seguramente en la casa de algún investigador aprovechado que aguarda la ocasión para publicarlas. Antes fue director de Literatura y Publicaciones del Consejo Nacional de Cultura y laboró, también como asesor, en el Centro de Investigaciones Literarias de la Casa de las Américas, cuyas funciones serían asumidas por el Instituto de Literatura y Lingüística. Fue para ese Centro que preparó la edición de las obras completas de Julián del Casal.

Cuando dejó el Instituto y formó parte del equipo de la Casa de las Américas, comencé a visitarlo en su casa de Trocadero 162, bajos, casi siempre a las once de la mañana, una hora en la que él estaba prácticamente acabado de levantar y recién bañado y afeitado.

Un día me mostró su estudio, «un amasijo», expresó, «de libros, papeles y polvo», donde, durante muchos años, trabajó y recibió a sus amigos y que tras la muerte de su madre dejó de utilizar porque se tornó «demasiado silencioso y sombrío». Se trataba de una habitación de pequeñas dimensiones, sin ventanas, situada cerca de la cocina y cuyas tres puertas lo comunicaban con un dormitorio, el comedor y un diminuto cuarto de desahogo. Allí los libros apenas dejaban espacio libre; en una pared se destacaban los retratos de Martí y de Góngora, y en otra un retrato de Lezama dibujado por Mariano. En un rincón, directamente sobre el piso, se hallaban dos máquinas de escribir que el poeta utilizó en su juventud y que el óxido había inutilizado y, con la superficie totalmente cubierta de papeles, carpetas, revistas y libros, estaba su escritorio, un escritorio cómodo y de buenas proporciones que Lezama jamás utilizó para escribir.

Cuando comencé a visitarlo en su casa, Lezama recibía en la sala de estar y en esa sala también escribía, después de las seis de la tarde, apoyando sobre el brazo del sillón las libretas largas y estrechas que a su pedido mandaba a confeccionarle el diseñador Umberto Peña. Nunca utilizaba la tipiadora; escribía a mano solo cuando sentía el texto hecho dentro de sí y después dictaba el manuscrito a María Luisa. Ella sacaba tres copias mecanográficas de cada trabajo o poema, copias que eran cosidas, no presilladas, en una misma carpeta que se mantenía siempre próxima al sillón del poeta, colocada sobre una mesita donde libros, revistas, cartas y cajas de tabacos guardaban un equilibrio mágico. Esas cajas de tabaco se convirtieron en su archivo más inmediato. «Le voy a mostrar algo», decía Lezama, y extraía de aquellos estuches manuscritos, recortes de prensa, fotos, las últimas cartas recibidas.

La conversación de Lezama resultaba siempre deliciosa. Su obra lo sobrevive, pero con su muerte perdimos de manera irreversible a un conversador fabuloso que sobre todo sabía escuchar a sus interlocutores. Deslumbraban sus artificios verbales, cautivaba el lujo de sus metáforas que nunca parecían rebuscadas, impresionaba la forma en que asociaba sus lecturas con temas y acontecimientos cotidianos, imponía respeto a sus enemigos y a sus amigos, se hacía temer por su ironía y demostraba en todo momento una cubanía irrepetible, tanto en su modo de ser como en el amor a la patria y la gracia y delicadeza de sus imágenes.

Una mañana, en el Instituto de Literatura, intentaba Lezama en vano hacer funcionar su pluma de fuente, y Jesús Abascal, investigador del propio Instituto, que presenciaba la escena, le dijo: «Seguramente está tupida; si quiere, yo se la reparo». Cuando al día siguiente Abascal regresó con la estilográfica ya limpia y cargada con buena tinta Pelikan, el poeta la probó y exclamó jubiloso: «Gracias, joven, muchas gracias… Ahora mi letra fluye como las aguas del Cuyaguateje».

Lezama me contó que en una oportunidad, en el Lyceum, después de observar su rúbrica al pie de un documento, Jorge Mañach comentó: «Su firma revela un refinamiento exquisito». A lo que respondió el poeta: «Y también lo bárbaro americano».

En sus libros, en las revistas que editó, en sus conversaciones cotidianas dejó Lezama huellas palpables de su acendrada y profunda cubanía, de su convencimiento de los valores de nuestra cultura. «Es necesario que el cubano penetre en la universalidad de sus símbolos», repetía. Y en 1962 escribió al referirse a un gran pintor nuestro: «Dichoso Mariano que ha podido ver los cuatro grandes ríos: el Ganges, el Sena, el Orinoco y el Almendares».

¿De qué hablábamos en aquellas conversaciones matinales? De todos los temas imaginables: lecturas, libros recién impresos, obra en marcha (la suya, por supuesto), gente conocida, sucedidos de la vida intelectual cubana y extranjera, sueños, pensamientos, recuerdos, chismes. Con frecuencia se abría el poeta a confesiones íntimas. A veces hablaba con una seriedad infinitamente cómica o refería cuentos con una comicidad tal que yo, literalmente, me ahogaba de la risa y tenía que asomarme a la ventana a coger aire ―Cintio Vitier me dijo que a él le sucedía lo mismo―. En ocasiones contaba a Lezama sucesos que a la semana siguiente él me volvía a contar a mí, transfigurados por completo en el filtro de su imaginación febricitante. Una noche en que Lezama, José Triana y yo hablamos mal de casi todo el mundo, advertí antes de marcharme: «Conste que me voy haciendo monólogos».

Diría que los rasgos que distinguieron a Lezama fueron la generosidad y la ironía. Nadie más generoso, entre nuestros grandes escritores, para compartir su tiempo con el que acudía a su casa, fuese un autor de nombre, un creador joven o «un ser errante con un destino subdividido». Hay una anécdota que lo retrata. Un adolescente toca a la puerta de Trocadero 162, atiende María Luisa y el muchacho, amoscado, explica que es un poeta que quiere ver a Lezama. María Luisa vacila, no sabe si franquearle la entrada o no. Lezama, que desde su sillón no ve al visitante, pero que lo escucha, dice a su esposa: «María Luisa, si es un joven poeta déjalo entrar».

Pero de la ironía de Lezama no se libraban siquiera sus más cercanos amigos y muchas veces su dardo afilado se clavaba en su propia carne.

En sus últimos años rehusaba opinar sobre las obras inéditas o éditas de otros escritores. «El perro me ha mordido muchas veces», manifestaba. «Vienen por aquí, me entregan sus textos y me piden una valoración sincera, recalcan, sincera. Luego, si mi juicio es favorable, se alegran de mi sinceridad; sinceridad que deja de entusiasmarles si la valoración es negativa».

Él contaba a menudo un incidente ocurrido en La Habana de las décadas iniciales del siglo XX. Un grupo de dirigentes obreros visitó al general Menocal, entonces presidente de la República, a fin de plantearle una lista de demandas. Se mostró el mandatario de acuerdo con todas las peticiones y los líderes gremiales se despidieron satisfechos. «Pero ocurrió algo tremendo», puntualizaba Lezama. Una vez en la calle, a la misma puerta de Palacio, aquellos dirigentes obreros fueron apaleados por los esbirros del Presidente. Antes del encuentro, Menocal, «que era un hombre terrible», recalcaba el poeta, se puso de acuerdo con sus sicarios: debían golpearlos si escuchaban el sonido de un timbre cuando los visitantes abandonaran la oficina del Ejecutivo.

Debo decir en honor a la verdad que lo referido es totalmente falso. Un suceso inventado o transfigurado por Lezama. No encontré en la prensa de la época ninguna referencia al respecto por más que la busqué, ni la hallé en recuentos posteriores del acontecer del gobierno menocalista. Por otra parte, tanto Enrique de la Osa como Eduardo Robreño, ambos especies de memoria viva de la República, me aseguraron que tal cosa no ocurrió nunca. En otras palabras: Lezama tenía por una verdad imbatible aquella paliza que nunca ocurrió.

Una joven poeta cubana leyó un día a Lezama, uno tras otro, los poemas de un abultado cuaderno inédito. Lezama, «sillón pa’lante y sillón pa’tras», la escuchó con paciencia infinita y al final dio su opinión. Más tarde, cuando comentaba esa visita con un grupo de amigos, expresó: «Me la mandaron los jodedores… Digan ustedes que mi estilo no es el del general Menocal, porque si no, hubiera tocado un timbre para que los esbirros la apalearan a la salida».

Sus opiniones sobre la mayor parte de sus colegas eran como las opiniones que la mayoría de los escritores tienen sobre la mayor parte de sus colegas, lo que en su caso se agravaba a causa de su brillante agudeza verbal: nunca renunció a tejer un chiste o un comentario irónico a costa del orgullo y la vanidad ajenos ni a la posibilidad de colocar una banderilla caliente sobre el lomo del prójimo si se le presentaba la ocasión, aunque después tuviese que morderse la lengua o se supiera que esa no era su forma de pensar, su auténtico sentir.

De Chacón y Calvo, por ejemplo, decía que era «un perezoso y un insensible», una figura cuya obra no justificaba la fama que había ganado en nuestra literatura. A Labrador Ruiz lo definía como «un borracho de embajadas», y de Juan Marinello afirmaba que era «un caballo percherón». A Pablo Neruda lo conceptuaba como «un gran poeta malo; buen poeta solo cuando acierta». A Edmundo Desnoes lo lapidó con unas pocas frases: le llamó Martincillo el Flautista y la Margarita tibetana, un ser maligno que guardaba argollas y espinas fálicas de los tejedores de Nueva Guinea. Mario Benedetti era siempre «el pesado del arrabal», y José Rodríguez Feo, a su juicio, no podía escribir nada que valiera la pena porque «es avaro hasta con las palabras». De Mariano Brull, me dijo: «Incapaz de nada brillante, don Mariano era la estampa del tedio». Reflexionó durante unos minutos y añadió: «Toda esa poesía de Brull, de Florit, de Ballagas… salió disparada, cual brujas montadas en escobas, por una ventana, cuando José Lezama Lima escribió aquello de Dánae teje el tiempo dorado por el Nilo… La poesía cubana había cambiado en una sola noche».

Aunque repetía que siempre tenía abierta la puerta para la reconciliación total y dulce, de la que hablaba Pascal, era incapaz de olvidar una ofensa, aunque la perdonara, y evidenciaba a veces la crueldad del niño. Esa actitud le ocasionó molestias y le granjeó más de un enemigo. Enemigos que fueron primero sus amigos.

Oscar Hurtado dijo que en Cuba se podía ser lezamista o antilezamista, pero no indiferente. Paradiso dividió en dos la vida de Lezama Lima. Si hasta ese momento su expresión había servido sobre todo para ensanchar el flujo creador de sus amigos, y su vida, hasta entonces, transcurrió alejada del gran público, protegida por las paredes de su casa y resguardada por los modestos empleos que hasta 1959 desempeñó para vivir, la publicación de la novela hizo que su vida íntima se convirtiera en noticia, y fuesen tema de comentario su relación con la madre, el asma ―su enfermedad crónica― y los tabacos que acostumbraba a fumar, con los que, afirmaba, homenajeaba al olimpo de los aborígenes de la Isla.

Tenía entonces cincuenta y seis años de edad y lo sorprendió la conmoción que causaba su novela. Los cinco mil ejemplares de la edición cubana se agotaron en pocos días y para colmo lo solicitaban editores extranjeros. Poco después Paradiso se convertía en el libro traducido de más éxito en Italia y las ediciones inglesa, francesa, mexicana, argentina y peruana, entre otras, le ganaban nuevos adeptos. Al finalizar el milenio pasado, una encuesta incluyó a Paradiso entre las cien grandes obras literarias del siglo XX. Con todo lo discutible que puede ser ese tipo de indagaciones, no hubo otro escritor cubano en la lista.

Si Paradiso dividió en dos su vida, la fama, sin embargo, no logró alterarla. Sencillo e inmodesto, amable y desdeñoso, apasionado e indiferente, Lezama, más allá del bien y el mal, insensible a la diatriba y al elogio, fue siempre el mismo. La fe en su obra, la convicción de su valor de los que dio muestra en sus últimos años, eran idénticos a los que hizo patente cuando era un escritor desconocido.

«Así como soporté la indiferencia con total dignidad» dijo en una entrevista, «ahora soporto la fama con total indiferencia».

Entrampado

Tras la publicación de Paradiso, Lezama continuó sumando página tras página y sus personajes se desplazaron hacia nuevas situaciones. Licario, el Ícaro, el nuevo intentador de lo imposible, apenas se da cuenta de que está muerto y utiliza todos los procedimientos para estar de nuevo con nosotros. Su presencia se esboza como un relámpago y rehúsa las comprobaciones del cuerpo. El poeta, casi con el ritmo de otra respiración, corporiza la muerte. José Cemí volverá a encontrarse con la imagen y para que ello sea posible tiene que verificarse la resurrección incesante de Oppiano Licario.

Trabaja entonces en otra novela, a la que siempre aludió como «la continuación de Paradiso» y a la que dio varios títulos ―Inferno, La muerte de Oppiano Licario, El reino de la imagen― hasta que decidió que llevase el nombre de su protagonista que es, a la vez, el personaje más desaforado de Paradiso.

Pero Oppiano Licario quedó inconclusa. El año 1970 había marcado la apoteosis del poeta. Se le agasajó en ocasión de su sesenta cumpleaños, se recogió en un volumen su Poesía completa y se dio a conocer ese espléndido libro de ensayos que es La cantidad hechizada; además la Casa de las Américas publicó una excelente recopilación de textos sobre su vida y su obra.

Lezama, ninguneado por muchos durante años, antes de 1959, parecía haber alcanzado su consagración definitiva solo para caer en el olvido y la relegación más completos en 1971, tras la detención policial de Heberto Padilla, quien había ganado ya el Premio Nacional de Poesía de la Unión de Escritores, en cuyo jurado figuró Lezama, por su libro Fuera de juego, muy mal visto por la crítica oficial y por la propia Unión, que lo publicó. A Lezama dejó de publicársele, ninguna revista cultural le pidió colaboración, su nombre se excluyó de recuentos y estudios de las letras cubanas... Fue como si hubiese dejado de existir. Peor, como si nunca hubiera existido.

María Luisa lo atendía con desvelo y cariño. Se comprendían. Se sentían, en una dimensión profunda, necesarios el uno al otro. Ella tenía también a toda su familia fuera de Cuba. Eran, pues, dos soledades que se habían unido para darse un poco de compañía.

El país, todo el pueblo, padecía carencias a veces traumáticas. A Lezama, aunque nunca tuvo menos de cinco platos en su mesa ―lo sé, me consta― le obsesionaba la idea de que pudiera faltarle la comida. Le angustiaba la posibilidad de que le faltaran los medicamentos antiasmáticos que familiares y amigos, entre ellos Julio Cortázar, le remitían desde el exterior. Pensaba que la crisis del transporte público era más grave de lo que resultaba en realidad y se condenó a su sillón, «peregrino inmóvil para siempre», como expresó a Tomás Eloy Martínez.

Disfrutaba de la alegría de los amigos que lo visitaban. Sentía gusto por la conversación inteligente. Escribía aun cuando sabía que las horas muertas eran muchas y no siempre podían llenarse con poemas. «El desierto está creciendo», repetía recordando el Zaratustra. Su obra no siempre le propina interpretaciones generosas, dice Reynaldo González. Ni dentro ni fuera del país. «Dentro arrastró la inquina de rencillas literarias enquistadas y, gracias a la polarización que propiciaron los cambios, llevadas a verdadero terrorismo cultural». Fuera empezó a ser visto como un asalariado de la Revolución.

La detención de Heberto Padilla y su posterior confesión pública, en la que implicó como desafectos al gobierno revolucionario a varios de sus amigos y al propio Lezama, agravó, prosigue Reynaldo, la situación del poeta entrampado en un cerco superior a sus fuerzas y que lo convirtió en combustible de una lucha ideológica de la que a duras penas podía zafarse.

Una solución hubiera sido que Lezama saliera temporalmente de la Isla. Lo invitaban instituciones culturales y editoriales extranjeras, y María Luisa insistía en que las aceptara. Se dice que de manera continua las autoridades le negaron esa posibilidad. No estoy seguro de eso. Vimos ya que cuando en 1969 la Unesco lo invitó a París, el poeta, con toda la documentación necesaria en la mano para salir de Cuba, canceló inesperadamente el viaje en el último minuto, como antes, en 1939, terminó por no aceptar la beca que, por intermedio de Juan Ramón Jiménez, le concedió la Universidad de Gainesville, en Florida. Aparte de un viaje que junto con su familia hizo de niño a los Estados Unidos, solo salió de Cuba en dos ocasiones: a México, en 1949, y a Jamaica, al año siguiente. San Agustín decía que quien moría fuera de la Ciudad de Dios no alcanzaba la resurrección. Para José Lezama Lima la Ciudad de Dios era La Habana.

Lezama, que siempre trabajó en la niebla y en la oscuridad y aun dentro del caos sufrió en silencio el silenciamiento y siguió escribiendo con su alegría trabajadora. Pero ya nada era lo mismo y pese a los reclamos de editores extranjeros se negó a publicar sus libros si antes no aparecían en su patria. Así lo sorprendieron la enfermedad y la muerte, el 9 de agosto de 1976.

Lezama decía que su padre había muerto de una «tonta» pulmonía. Otra «tonta» pulmonía se le atravesaba a él en el camino.

Me dijo en una ocasión:
    Si algo he sabido hacer en la vida es aprovechar las posibilidades que se me han presentado. Por eso ahora en que la obesidad, el asma, la disnea, los años, me han reducido a esta suerte de inmovilidad y en que ―fuera de mi obra― no tengo otra cosa que hacer que seguir en la sala de mi casa esperando la muerte, puedo hacer mía la frase de Flaubert que quisiera fuera mi epitafio: Todo perdido, nada perdido.
Posteriormente Lezama cambió esa frase. El epitafio que aparece en su tumba está sacado de un poema suyo. Dice: «La mar violeta añora el nacimiento de los dioses porque nacer es aquí una fiesta innombrable».

En sus momentos finales el poeta asoció la muerte con la imagen del nacimiento. Por eso, para mí sigue en su obra tan vivo como siempre. A veces paso por su casa y me detengo un momento ante la puerta: me parece que Lezama acudirá a mi llamada para preguntarme otra vez con el saludo habitual de su alegría: «¿Qué tal de humedad matinal? ¿Qué tal de resonancias?».

Tomado de Casa de las Américas 261

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