Recordando a Mario Benedetti

Wednesday, March 13, 2013

 Virgilio Piñera: el hombre que guardaba poemas en el refrigerador



Desde la experiencia personal, cinco galardonados con el Premio Nacional de Literatura ―Miguel Barnet, Abelardo Estorino, Reynaldo González, Pablo Armando Fernández y Antón Arrufat― hablan sobre Virgilio Piñera

por Alberto Dolz

“Era un raro y un maldito deliberado, pero nunca fue una persona malvada”. “Era triste, se dolía de muchas cosas… amaba a su literatura, que, aunque estaba llena de chispas y de juegos verbales, era dolorosa”. “Excluido y autoexcluido, su marginalidad fue en parte voluntaria y casi estratégica”. “Era muy simpático a veces, y a veces tenía ese dramatismo de autocalificarse sin autoconmiseración”. “Guardo la más conmovedora demostración de lealtad y ternura, que compensaba una devastadora soledad”.

A golpe de frases, espontáneas unas, repensadas otras, un quinteto de escritores galardonados con el Premio Nacional de Literatura ha esculpido un rostro ―definitivo sería inadmisible― de Virgilio Piñera, de quien cada uno de ellos obtuvo una parcela desigual de su amor y amistad y también de sus desplantes y mordacidades.

Miguel Barnet lo conoció en 1963. Entonces veintiañero, le entregó a Piñera en el restorán El Carmelo su primer poemario, La piedra fina y el pavorreal. El maestro reaccionó airado. Estimó que aquellos poemas imitaban el suyo ―La isla en peso―, escrito veinte años antes, del cual Barnet ni tenía noticias. “El helado de chocolate me cayó mal. Ese fue el primer encontronazo con Virgilio. Fue un encuentro maravilloso, porque me permitió entrar en el arcano divino que es La isla en peso, ese gran poema que se compara únicamente con El retorno al país natal, de Aimé Césaire, y me di cuenta de que aquella patada era también un elogio a la larga”, rememora riente Barnet.

“Recuerdo a Virgilio Piñera haciendo alarde de sus conocimientos de En busca del tiempo perdido. Sabía más que nadie de la duquesa de Guermantes y de toda su parentela. Recuerdo, también, verlo entrar en los años setenta por la puerta de mi casa y preguntar: ‘¿Compraste los espaguetis?’”. Son remembranzas del dramaturgo Abelardo Estorino, creador de El robo del cochino, una pieza que le hizo exclamar a Piñera frente al autor: Diste un zapatazo!”.

Estorino, sin embargo, se resiente de otras menos propicias opiniones de su amigo. “Yo creo que él no me tomó muy en serio desde el punto de vista literario”. Piñera decía, con socarrona ironía, que Estorino pasaría al parnaso por una versión de La cucarachita Martina. “Él hablaba con Antón (Arrufat) de una manera diferente. Ellos hablaban de literatura francesa, de cualquier cosa, y en mi casa hablaba de cosas cotidianas. Yo conocí a un Virgilio que era otro. Que se quejaba, que era triste, que se dolía de muchas cosas”, desgrana con un tono sombrío Estorino, mientras juega con un lápiz en su boca.

Para Reynaldo González, el gran poeta y dramaturgo cubano nacido en 1912 era un puzzle, un intelectual con una “trayectoria respondona e hiriente como un cactus”, para la cual faltó aprecio social.

“Íbamos juntos a Coppelia, al cine; era un hombre ya mayor, y conversábamos siempre sobre la película. Lanzaba unas frases drásticas. Recuerdo la etapa en que íbamos a la Cinemateca, para ver aquel ciclo de Miklós Jancsó, y ahí aplicaba la frase bonita”. A la pregunta: “¿Qué te pareció Viryi?”, él respondía: “Ni carne, ni pescado”.

Piñera, quien a principios de los años sesenta dirigía la colección Ediciones R, publicó el primer libro de cuentos de González, Miel sobre hojuelas. “Su pobreza, homosexualidad y amor por el arte las afrontó sin retractaciones. El telón de fondo de sus tropiezos fue una sociedad mezquina”, considera González.

Asumiendo su identidad sexual con entereza, a diferencia de otros que prefirieron disimularla, Piñera atrajo para sí muchas miradas, dardos y desdenes. Pese a un primer reconocimiento institucional en los sesenta ―publicación de su teatro y poesía, puesta en escena de sus obras, viajes al extranjero, ejercicio de la crítica en la prensa―, en los setenta su vida dio un vuelco. Una política cultural tan homofóbica como pedestre lo sumió en el ostracismo hasta su muerte, ocurrida en el otoño de 1979. González lo resume así:

“Su condición homosexual lo hizo blanco de todas las desdichas porque el desprecio resultó institucionalizado y para la víctima, una minusvalía inapelable… Quienes pudieron auxiliarlo, optaron por el silencio. A Virgilio Piñera le cayó encima todo el peso de la isla. Sin embargo, su talento era indiscutido, incluso para sus enconados enemigos… Su afán de servicio quedó evidenciado en las empresas editoriales en las que se comprometió. Un buen día, de sopetón, te convidaba a una lectura, rito sacro-mágico de la amistad, ocasión memorable, y luego se devolvía a sus silencios. La muerte lo encontró con las gavetas colmadas de papeles inéditos que ahora salen a la luz”.

Pablo Armando Fernández todavía no alcanza a saber por qué y por quién fue designado para despedir el duelo. “Todos sabemos que Virgilio Piñera era enemigo de toda solemnidad. Él veía toda solemnidad ligada al fraude”, rezaba uno de los párrafos del panegírico fúnebre, redactado a toda carrera, junto al poeta Heberto Padilla, en casa del también poeta César López.

Fernández recuerda que conoció a Virgilio ―“aún entonces la figura más controvertida de nuestras letras”― de la mano del escritor Severo Sarduy en la sala de redacción de Lunes de Revolución, un suplemento que pronto se convirtió en una plataforma de ataque contra los aires estéticos y las pretensiones teleológicas del grupo Orígenes, liderado por José Lezama Lima. “Sus actitudes y opiniones respecto a la literatura cubana y sus autores creaba una cierta indisposición hacia su persona”, reconoce Pablo Armando Fernández.

“Virgilio dejó una colección de poemas en francés. Era un adorador de Baudelaire. Entre sus inéditos está la traducción de Las flores del mal. Recitaba a Racine. Nos deleitaba con su interpretación de Fedra. Se consideraba un conocedor de Napoleón Bonaparte”.

Ambos ―Piñera y Pablo Armando Fernández― vivieron en el mismo edificio un par de años. Cuenta Fernández que antes de irse a la última tanda de cines arrabaleros, Piñera tomaba en su regazo a Jeka, la hija más pequeña del poeta, y “la dormía recitándole poemas de Darío y Martí. Era naturalmente afectivo, no obstante, nunca lográbamos escapar de su cariñosa ironía, hasta en la dedicatoria de sus libros. Era un hombre cuya compañía más cercana había sido la soledad… Detrás de ciertas actitudes que en nada le favorecían se ocultaba un hombre tímido, dulce, amoroso… Siempre se nos adelantó. Yo lo amo con toda mi alma.”

Y ese carácter de adelantado de Piñera lo confirma Antón Arrufat, albacea de su obra y uno de sus más íntimos amigos, a quien el autor de Aire frío llamaba, entre cariñoso y ponzoñoso, la víbora.

Enfocándose en las breves narraciones de Piñera, algunas de apenas un párrafo de unas treinta líneas, Arrufat asegura que tales minicuentos, microrrelatos o textículos encumbran a su autor, dentro de la literatura en español, “como un iniciador de esta forma de narrar, de los primeros, casi, en inventarla”. Para argumentarlo echa mano a “La boda”, de 1941 ―“un clásico de la ficción súbita”―; y también a “El insomnio” ―“ficción de once líneas”―, o a “El comercio”, “El parque” y “La batalla”, “que a menudo no llegan al tamaño de una cuartilla y que son también esencialmente visuales”.

“Si la literatura tuviera caras ―precisa Arrufat― su obra tan peculiar vendría a ser otra cara de la literatura latinoamericana formada por unos cuantos marginados como Juan Carlos Onetti, Pablo Palacio o Felisberto Hernández. Si su futuro lector se halla familiarizado con la obra de Cortázar o Carpentier, quienes sintieron y manifestaron por su escritura un seguro desdén, pronto se dará cuenta este curioso lector, tal vez desde la línea inicial, de que ninguna semejanza encontrará entre ellos y Piñera. Son escrituras diametralmente opuestas… Su interpretación o la imagen que ofrece de América Latina es menos brillante y tal vez más pobre, pero más punzante”.

Descarnada y virulenta, ingeniosa y ruda, inverosímil y creíble, áspera y delicada como el mismo autor, la literatura piñeriana también es lunática, y oculta en el lado oscuro, tal vez con un pudor reprochable, sentidos sonetos de amor.

“Un día fui a su casa y le dije: ‘Virgilio, has leído unos textos maravillosos, pero no hay nada que hable del amor’… ‘Ah, es que tú no sabes nada’, respondió. Y abrió el refrigerador y sacó un cartapacio de sonetos y poemas en prosa de amor ―deberían ser muy calientes cuando los tenía en el refrigerador―. Aquello me pareció el absurdo total, y yo cogí aquellos poemas que estaban fríos, algunos humedecidos, poemas extraordinarios, del amor oscuro…”, repasa Miguel Barnet, a cuya iniciativa se debe la grabación clandestina de poemas en la voz de Piñera mediante una minigrabadora ―entonces un gadget futurista en la Cuba de los setenta― velada en un butacón Reina Ana. Cuando el poeta se percató de que lo grababan, dejó de leer.

“Lo que no sea en la realidad, que sea en la imaginación”, recordaba Arrufat que solía decir Virgilio Piñera. A veces, muchas veces, consiguió superar la máxima de su predilección. De modo que bien podría quedar así: lo que sea en la imaginación, que también sea en la realidad. De eso se ocupan los genios. Para bien o para mal. 
Tomado de La Ventana

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