Recordando a Mario Benedetti

Friday, April 29, 2011





POESÍA

Al poeta Guillermo Arango

Poesía:
no eres tú
sino lo que se esconde
en tus ojos
lo que ha hecho de mí
tu esclavo
siervo
y sacerdote

Daniel Montoly©





TESTIMONIO FEHACIENTE

Yo nací
donde no lo había nada
salvo la férrea
convicción humana
de querer vivir todo
al máximo

Daniel Montoly©



SAMADI

Para la madre Ananda Moi Ma

Ella, se quedó dormida despierta
y se les llenaron
los ojos
de caracoles
y de la boca
brotó el arco iris
de lo perenne

Daniel Montoly©




LOS ELEGIDOS

Para Néstor Cerpa Cantolini

La guerra lo escogió como uno
de los elegidos
uno de aquellos pocos
que se echaron a cabalgar
con la noche
para ir a conquistar
los luceros

Daniel Montoly©



LA DESTRUCIÓN DE LA ESPERA


1

Las horas han pasado como bandada de pájaros
y con ellas se fueron
las ilusiones tenidas por incuestionables dogmas
Ahora ,ella es una más
una de esas dudas
......... que se apuntalan en los huesos.


2

Respiras
por mi orificio oscuro
Patricia Guzmán

Tentado tuve de lanzarme por su oscuro orificio
pero rogué a los ángeles
para que me protegieran
de mí mismo, o de la meliflua influencia
del ojo de su gato negro.

3

Si pienso en ella
el tiempo es una excusa que justifica
su presencia,
ó, la torpeza
de no querer odiarla hasta
exprimir la última gota
.................... del amor en sus labios


Daniel Montoly©



Daniel Montoly (Montecristi, República Dominicana, 1968) estudiante de la carrera de derecho en la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD). Fue finalista en el concurso de poesía Latin Poets for Humanity, ganador del concurso de poesía de la revista Niedenrgasse y del "Editor's Choice Award" de The Internacional Poets Society.
Ha publicado en el Primer Volumen de Colección Sensibilidades (España, Alternativa Editorial), Maestros desconocidos de la poesía contemporánea hispanoamericana (USA, Ediciones El Salvaje Refinado), Antología de jóvenes poetas latinoamericanos (Uruguay, Abrace Editores) y en Jóvenes poetas cantan a la paz (Sydney, Australia, Casa Latinoamericana). El Verbo Decenrrejado (Apostrophes Ediciones, Santiago de Chile) Antología de Nueva Poesía Hispanoamericana (Editorial Lord Byron, Lima, Perú) y en la antología norteamericana: A Generation Defining Itself- In Our Onw Words (AMW Enterprises, North Carolina). Algunos de sus poemas han sido traducidos al portugués, inglés y alemán. Colabora activamente con diversas publicaciones literarias y dirige el blog The Wrong Side, dedicado a la difusión de la literatura hispanoamericana.

Nota del autor del blog: Los trabajos visuales que sirven como ilustración de esta breve muestra, son del poeta y artista visual, Gonzalo y pueden visitar su web en: http://www.vbz.es/vbz.htm

Thursday, April 28, 2011

Un poeta fundamental, el más libertario de los románticos

Se fue un poeta clásico y romántico, a la vez moderno y tradicional: Gonzalo Rojas, Premio Cervantes de Literatura, el autor de Oscuro y La miseria del hombre, entre otros textos, solía decir que les debía a los mineros la capacidad mágica de ver el mundo

por Silvina Friera

El poeta de la eterna boina de marinero, que confesó que cuando era niño, asmático y tartamudo se le enroscaban algunas palabras ariscas en la punta de la lengua, y proclamó en un poema que había perdido su juventud en los burdeles, fue moroso para escribir. Pero también para morir, como si le implorara a su Dios, con el que dialogaba “despacito”, que le concediera una prórroga. “¿Qué se ama cuando se ama, mi Dios: la luz terrible de la vida / o la luz de la muerte?”, se lee en uno de los versos más conocidos del Premio Cervantes de Literatura.

Gonzalo Rojas, el poeta que fue y será pura música, murió ayer en Santiago, a los noventa y tres años. Pero empezó a despedirse antes, el 22 de febrero, cuando un accidente cerebrovascular lo arrinconó en un “estado de sopor” del que no pudo escapar, una imagen demasiado estática para un hombre inquieto, tal vez el último libertario del otro lado de la cordillera, que estaba desglosando sus memorias, ahora inconclusas. El gobierno chileno decretó duelo oficial hasta mañana.

Rojas, el hombre que dejó miles de poemas como “relámpagos”, nació un 20 de diciembre de 1917 en Lebú, una pequeña ciudad del Chile meridional, pesquera y minera, “con mucho mito”, como solía proclamar el poeta. Entendía el hecho poético como un relámpago; lo descubrió en la ciudad donde nació, cuando tenía seis años, después de una tormenta que nunca olvidaría. Su infancia en Lebú estuvo esculpida bajo el ruido y el vaho de las minas.

Apenas tenía cuatro años cuando su padre, minero del carbón, murió. “Ah, minero inmortal/ ésta es tu casa/ de roble, que tú mismo construiste ―escribirá mucho tiempo después en un poema de Transtierro―. Adelante:/ te he venido a esperar/ yo soy el séptimo/ de tus hijos. No importa/ que haya pasado tantas estrellas por el cielo de estos años,/ que hayamos enterrado a tu mujer en un terrible agosto,/ porque tú y ella estáis multiplicados./ No importa que la noche nos haya sido negra/por igual a los dos”. Pobreza y muerte joven ―su padre no tenía entonces cuarenta años― conforman una alianza indestructible. La madre repartió a sus hijos en distintos colegios de Concepción intentando conseguir becas desesperadamente.

Antes de los diez años, Rojas ingresó en el internado de jesuitas alemanes. Séneca, Rimbaud y Baudelaire marcaron el horizonte de sus primeras lecturas. De vez en cuando, esquivaba los fonemas duros y los reemplazaba por alguna palabra más suave para ganarle la batalla a la tartamudez y poder leer de corrido. Se subía a un banco y declamaba algún fragmento de Salgari o de Julio Verne. De niño aprendió que debía mirar hacia adelante y también hacia atrás al mismo tiempo. Sabía que no había que tenerle miedo al miedo, aun cuando no conocía la “preciosa” sentencia del gran Eliot: “Te mostraré el miedo en un puñado de polvo”.

El huérfano sin amarras, el artista adolescente que afloraba, pronto se desplazó hacia Iquique y luego a Valparaíso. Tenía veintitrés años cuando decidió vivir con una joven a tres mil metros de altura, en un campamento minero conocido como El Orito. “Esos mineros eran unos locos. Me decían, mire, amigo, cómo se ve el océano, los barcos ―recordaba Rojas―. Y eran los carbonatos que entraban en combustión directa y, en la noche, se veían como luces de barco, pero qué iban a ser barcos si estábamos a ciento y tanto kilómetros de la costa”.

A esos mineros, reconoció el poeta, les debía la capacidad mágica de ver el mundo. Le decían que no cantara porque la cordillera estaba viva, que en una de esas se enojaba y lanzaba una lluvia para aplacar el canto de Rojas.

Discípulo directo de Vicente Huidobro, Rojas se sumó al tardío movimiento surrealista chileno a través del grupo que reunía la revista Mandrágora (1938-1941), fundado por Braulio Arenas, Teófilo Cid y Enrique Gómez Correa. Su integración, no obstante, fue desde la “disidencia”, sin llegar a practicar el surrealismo en el sentido más extremo. Ese grupo, según comentaría el poeta muchos años después, era “literatoso”; por entonces el joven poeta se aburría con lo estrictamente literario y creía en la poesía de románticos alemanes como Novalis y Hölderlin. Su praxis surrealista nunca implicó subordinación. No comulgaba con la sistemática objeción de la Mandrágora a Pablo Neruda. “Yo leí el primer Manifiesto de Breton y él dice: ‘Yo no soy el hombre de la adhesión total’. Eso a mí me ha funcionado mi vida entera”, argumentaba Rojas su “disidencia” con los surrealistas.

Al principio eclipsada por los titanes de la poesía chilena, su obra tuvo que dialogar y situarse entre la de Gabriela Mistral, la atracción de Neruda, que le resultaría irresistible e inevitable, y la de Nicanor Parra y su irreverente “antipoesía”, el único gran poeta que hoy lo sobrevive con noventa y seis años.

La voz propia de Rojas se fue articulando a través de deudas que el poeta asumía con otras voces, como la de César Vallejo, de quien tomó el despojo y cierto balbuceo en sintonía con su asma y tartamudez; de Huidobro recicló el desenfado y la veta lúdica; de Neruda se apropió de cierto ritmo respiratorio, a su vez emparentado con Whitman; pero también incorporó a Octavio Paz, Pablo de Rokha, Ezra Pound, Cesare Pavese y los clásicos latinos y griegos. Como Machado, Rojas es a la vez clásico y romántico, moderno y tradicional.

La miseria del hombre, su primer poemario de 1948, agitó el avispero de la crítica que lo ninguneó. Mistral, en cambio, aseguró que ese libro “me ha removido, y a cada paso admirado, y a trechos me deja algo parecido al deslumbramiento de lo muy original, de lo realmente inédito”. Rojas tardó dieciséis años en sacar su segundo libro, Contra la muerte (1964). Nunca tuvo la impaciencia por publicar, tampoco el afán de éxito. Ha sido muy “lentiforme”, así se definía; publicó diferidamente.

“Yo era un moroso por naturaleza ―admitía Rojas―. Yo soy un poeta larvario, y me demoro. Cada escritor tiene su bestiario, como decía Cortázar, tenemos devociones por ciertos animales; el mío no es un animal, es un lepidóptero que se llama la mariposa, y es porque la mariposa es oruga y es larva y se demora y llega a la metamorfosis. Ese es el juego mío. Por eso no es tan raro que haya escrito un libro que se llame Metamorfosis de lo mismo, que parece un disparate, pero así se me da el mundo a mí.”

En 1959 viajó a China; con menos de diez años de vida comunista, a Rojas le impresionó una sociedad que le parecía entretenida y que compararía con la primera época de la Revolución Cubana. Después ―reflexionaría― se pusieron aburridos, esquemáticos y muy sovietizados. Regresó a China como consejero cultural del gobierno de Salvador Allende.

El golpe de Estado de 1973 lo sorprendió mientras estaba en La Habana, a punto de asumir como embajador. Fueron años durísimos; le quitaron la nacionalidad y un decreto de octubre del ’73 lo expulsó de todas las universidades chilenas por ser un “peligro” para la seguridad interna. “¿Qué peligro iba a ser yo?”, replicaba el poeta, cuyo cuerpo no se elevaba, en sus años mozos, más allá del metro sesenta y siete.

La primera escala de su exilio fue en la Alemania Democrática, donde le asignaron una cátedra en la Universidad de Rostock. Pero las autoridades se las arreglaron para que Rojas no diera una sola clase, y los sectores más duros del exilio chileno lo consideraron “enemigo del pueblo”. “Yo nunca he sido comunista ni socialista, sino anarco, ajeno a la vida política, pero profundamente del lado izquierdo”, postulaba el poeta.

Esa humanidad, que apenas se elevaba un poco más allá del metro sesenta, se desbarrancó en una profunda depresión. En Domicilio en el Báltico escribió: “Envejecer así, pasar aquí veinte años de cemento/ previo al otro, en este nicho/ prefabricado, barrer entonces/ la escalera cada semana, tirar la libertad/ a la basura en esos tarros/ grandes bajo la nieve”.

Ayudado por su amigo Octavio Paz, y bajo el artilugio de pasaportes falsos, abandonó Alemania junto con su familia. En Caracas (Venezuela) publicó su tercer libro, Oscuro (1976), que lo consagró internacionalmente. Aprovechando el respaldo que le concedió haber obtenido la beca Guggenheim, el poeta volvió a Chile en 1979. Sabía que tenía clausuradas las puertas de las universidades, pero eligió Chillán, 400 kilómetros al sur de Santiago, como lugar de residencia permanente, desde donde viajó a las universidades e instituciones de Estados Unidos, México y España que lo invitaron en esos años.

La década del ’80 y parte de los años ’90 constituyeron el despegue definitivo con una seguidilla de libros como Transtierro, Críptico, Del relámpago, El alumbrado, Materia de testamento, Desocupado lector y Río Turbio, entre tantos otros títulos.

El dique de la poesía le depararía numerosos galardones. En 1992 recibió el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, ese mismo año el Premio Nacional de Literatura de Chile, y el Premio Cervantes, en 2003, cuando anunció que iniciaba su “reniñez”. Podía ser irónico, pero sutil como el zumbido del viento, en estos versos: “No confundir las moscas con las estrellas; / oh la vieja victrola de los sofistas. / Maten, maten poetas para estudiarlos. / Coman, sigan comiendo bibliografía”.

Además del encantamiento amoroso y de lo erótico, era místico, casi “libertino”. Hay y habrá lágrimas; el pueblo chileno está de luto. Pero el sentido del humor de Rojas habilita a recordar quizá su mejor epitafio, cuando recibió el Cervantes y tradujo ante la platea que lo escuchaba una frase de su amado Horacio: “Jugaste bastante, comiste romanamente, y bebiste: ¡tiempo de que te vayas!”.
Tomado de Página/12

Tomado de La Ventana

Monday, April 18, 2011


César Vallejo y sus extrañas coincidencias

Un 15 de abril, hace setenta y tres años, o sea, una eternidad, desde el principio de los tiempos, murió César Vallejo. El monstruo poético. El engendro mayor. El alma, la entraña descubierta. Y el dolor…

por Carlos Manuel Álvarez

Hoy es viernes 15 de abril. Mejor hubiera sido un jueves, pero igual, este es un día importante. Un día que las amas de casas debieran circular con tinta roja en sus íntimos almanaques cristianos. Y el noticiero publicar al menos una breve reseña. Y las redes sociales congestionarse. Y los play off de la pelota suspenderse. Y los mendigos del mundo desnudarse y asaltar en tropel las casas lujosas, las tiendas nocturnas. Y los campesinos mirar al cielo. Mirar al cielo mientras se limpian el sudor de la frente con el dorso rugoso de la mano.

Hoy no debe estar lloviendo en París. Debe ser un día medianamente soleado, hermoso, agradable para caminar y deleitarse con los múltiples símbolos de la ciudad. Con su grandiosa arquitectura y su bohemia intransferible. Con su magia escurridiza y sus inquietas multitudes. El panorama asusta de solo mencionarlo: la Torre Eiffel, la Catedral de Notre Dame, la Avenida de los Campos Elíseos, el Arco de Triunfo, el Museo del Louvre. Pero en París, digo, hoy debe ser un día normal.

La capital francesa recibe al año 26 millones de turistas. Decenas de miles cada día. Personas que irán a los mismos lugares, a recorrer viejos caminos, a deslumbrarse con la caótica inmensidad de la urbe, a tomar espléndidas fotos, y a decir “yo navegué en una gabarra del Sena”. Es parte del ritual. El mito de las grandes ciudades. Del melodioso nombre que hasta cualquier individuo sin propósitos soltaría si le preguntaran cuál lugar preferiría conocer antes de morirse. Son hechos que en cierta medida están justificados.

Pero este viernes 15 de abril ―que mejor hubiera sido jueves―, seguramente alguien desvió la ruta. Pagó unos euros o unos francos de más y trocó el camino. Se distrajo un rato y siguió de largo. Después de visitar el Barrio Latino, la cúpula blanca de la basílica del Sacré Coeur y la leyenda finisecular del Moulin Rouge, dirigió sus pasos, sus lánguidos pasos, hacia el cementerio de Montparnasse.

Allí, lógicamente, encontró. Y leyó el inmutable epitafio de Georgette: “He nevado para que duermas”. Todo lo que el visitante haya hecho después, toda la secuencia posterior se antoja tristemente conmovedora. Si soltó algunas lágrimas o no. Si viró la espalda y echó a correr o si en cambio encendió un cigarro y fumó con displicencia encima de la tumba. Si dejó un soneto o un simple mensaje. Si no dejó nada y se mantuvo en el más inquebrantable silencio. Si tomó fotos u ofreció alguna. Cualquiera de las opciones hubiera sido una buena elección. Porque hace setenta y tres años, o sea, una eternidad, desde el principio de los tiempos, murió César Vallejo. El monstruo poético. El engendro mayor. El alma, la entraña descubierta. Y el dolor. Y el dolor. Y el dolor.

Mi madre, temerosa, pregunta: “¿por qué no me dedicas un poema?”, y la verdad no lo comprendo, nunca le puedo responder. Ella mira, como solo saben mirar las madres, con esa humedad imprecisa y ese rostro discontinuo, y me lo perdona. Sabe que no ha ganado. Que no le pertenezco. Pero igual lo entiende, o al menos parece entender. Sabe que voy escurriéndome y que ya no soy aquel muchacho espantado, aquellos ojos inmensos y escrutadores que son todas las personas en algún feliz momento de sus vidas.

A veces me acerco a la cocina, recuesto el hombro a la pared, entrecruzo las piernas, abro un libro grueso de tapas negras y le largo un poema. A veces, como con pena, le leo a Vallejo. Y ella asiente. Dice que le gusta. Dice así, también como con pena, que le agrada, y dibuja una leve sonrisa y carga los platos y sirve la mesa.

Ella sabe que Vallejo es peruano. Que fue comunista y estuvo preso. Que llegó a París un viernes de 1923, tal y como deben llegar los poetas, con una moneda de 500 soles, un águila de oro anudada en su pañuelo, sin amistades ni influencia alguna, ignorando el idioma, y con plena lucidez, con total constancia de la vida. Mi madre conoce esas simples coartadas, esas vagas anotaciones. Las sabe porque yo las sé. Y porque mis actos son pura consecuencia de su silencio, de sus réplicas tullidas, de su azoro femenino.

Dijo Thomas Merton, y en todos lados está, que “Vallejo es el más grande poeta universal después de Dante”. Yo pudiera decir algo mejor. Decir que con “Los heraldos negros” ―solo con el poema, sin adentrarnos en el poemario, sin transitar ese arco profundo hasta salir por “Espergesia”―, le hubiera bastado. Decir que Trilce no es el humo ni la vanguardia, sino el verso que se devora, el caos magnífico, la esquina innegociable y temblorosa del alma.

Decir que Poemas humanos, por su parte, es la imagen arrancada del músculo, un labio y medio, el estornudo en la tormenta. Aquí, pasmosamente, todo tiene su causa. No hay nada parecido (no digo mejor o peor) ni en la literatura, ni en el cine, ni en la realidad, ni en la alegría, ni en el santísimo infierno. La angustia por la angustia y a su vez las temibles circunstancias, el raído ajuar de la pobreza. Y decir, por último, yo pudiera, que España aparta de mí este cáliz es lo anterior, pero en sentido inverso. Y más tarde, al límite de la noche, pudiera callarme, sabiendo que a la larga no he dicho nada.

Sin embargo, yo quisiera apuntalar lo único importante: esa sensación amarga de que afuera retumbaba un ejército feroz, de que la ventana era un recuadro frágil, el salto a otra lejana dimensión, de que la noche era un desasosiego inútil, una encomiable mentira.

Así me figuraba el mundo cuando desconocía, y era fuerte, y bueno, y empezaba a tantear en el delirio, y a meter la mano y a tratar de entender y de pensar como piensan los muertos, con ideas rectas, sin equivocaciones, pero he aprendido que los muertos solo se dedican a molestar, con laboriosa paciencia, caídos en la cuenta (según dijo un cadáver memorable) de que ya van siendo la mayoría. Y Vallejo es un muerto donde los haya. Pero las cosas no funcionan de ese modo. De lo contrario nadie duraría tantos años, nadie soportaría tanto desgaste, tanta eternidad acumulada en los huesos.

Ahora sé que no voy a salir. Y que la poesía no está para explicar. Sino para crear una imagen imprecisa de una verdad imprecisa, una fuga de la distancia, una distensión en el tiempo. Lo verdaderamente sano, lo que dicta la experiencia, es empaparse de soslayo, a través de un tercero, como hace mi madre, más inocente y más perfecta que nadie, mientras sirve la mesa y ordena los cubiertos.

Existe una enigmática fotografía, un fulminante primer plano donde Vallejo medita con sumo interés. Está sentado encima de una tumba, posiblemente encima de su propia tumba, vestido con un elegante traje negro, con el codo de la mano derecha apoyado en un bastón, la cabeza a su vez apoyada en la palma de la mano, el sombrero de la época encima de la rodilla izquierda, la mirada de andino dolorosamente perdida, y ya ahí, en ese mínimo y último instante, no se puede saber si está mirando hacia el pasado o hacia el futuro, si está viendo lo que nadie más ha podido ver o si sencillamente está esperando el acta de defunción, el ridículo decreto de su inexistencia.

Era un hombre bello César Vallejo. Un hombre hermoso como no hay mujer, como solo son las madres, los tersos poetas. Y ante la nítida evidencia del retrato, sospecho que ese rostro incluye los antojos de una inefable profecía, las callejuelas lúgubres de Montparnasse. Pues Vallejo, que en un célebre poema previó su muerte, y la fijó en París para un jueves de aguacero, vino a fallecer un viernes. Un viernes 15 de abril. Un día igual a este, con las mismas señas.

Pero todo eso en un plano puramente real. Porque en el otro, en el plano verdadero, el hombre murió un jueves, tal y como hoy, sepámoslo, también es jueves, y es este el idéntico, escurridizo y casi olvidado día del cual todos tenemos ya el recuerdo; es esa fuga de lo inalcanzable, de la misma manera que mi madre no es mi madre, sino un irrenunciable origen, el abismo en el abismo, y ahí dormita la razón de por qué yo no le puedo dedicar unos versos ―en el mejor de los casos incautos―, porque ella aparenta el poema más absurdo, el signo más violento.

Siempre he pensado que las tumbas fungen como úteros. Son transitorias. Y hay muertos que nunca nacen, y hay otros que no se quieren morir.

Cuando César Vallejo apareció en la planicie de este mundo, por Santiago de Chuco, a 3500 metros de altitud, en 1892, hubo un cielo cerrado, gris, y poco, poquísimo aire batiendo sobre el lugar. El cadáver, siempre hambriento, siempre al límite de la pobreza, acompañado por Georgette, a las nueve y veinte de la mañana, de aquel viernes santo otoñal, en la oscura Europa de 1938, fue pura simulación. Meses después Stalin volvía a traicionar. Franco ganaba en España. Hitler invadía Polonia. Un fortuito médico, el doctor Lejard, no supo que Vallejo estaba muy cansado. Que murió de un renovado paludismo.

Tomado de Cubadebate

Tomado de La Ventana

Sunday, April 10, 2011

LA MADONNA DEL MALECÓN

Ella tiene esa habilidad
que las demás no poseen para ocultar
su nombre debajo de una peluca
sus extremidades
en la oscuridad, o los rotos de sus medias
en la lengua de algún cliente
Dicen que brujea
cuando escribe, porque resucita
a cualquier muerto
que la lea, y con esa bondad de lo malvado
pasea el misterio entre sus nalgas
buscando quien descubra
la apoteosis de sus versos

Daniel Montoly©




PLAGIO

… si pudiera falsificaría el mundo,
totalmente sin sentir culpa,
el que tenemos no satisface
ya a mis expectativas
Pero el miedo a ser acusado
de plagio, puede más
que mi rebeldía. Y me conformo
cuando veo las mariposas volar
ó, a un niño sonreír de lejos.
Cambio el rumbo de mis planes.
Después de todo, yo no soy
tan buen artista.

Daniel Montoly©



MÁS…

Más triste sólo la soledad.
Más solo, sólo yo mismo
puedo sentirme, solo
mirando sin mirar otra cosa
que no sea la sola soledad
que surge con el mirarme.

Daniel Montoly©




Li Po

¿Qué estrella vio Li Po
entre las ramas de la noche?
¿Qué gota no alcanzó
a salir de la botella
que lo mantuvo ebrio
hasta arrojarse al río
o, a batirse contra un tigre
que lo hizo el héroe
de los perdedores?

Daniel Montoly©


EXILIO FORZOSO

Para Francisco Hermes Hernández

Yo sí sigo amando la isla
desde adentro
pero me siento fuera
desde que miré al mar
y no vi otras huellas
que aletas de tiburones.

Daniel Montoly©



EL ESPEJO DE DORIAN GRAY

Te temo
como a la sombra umbilical
que arrastro conmigo
que pisa
donde tú escupes
que ríe
cuando tú piensas
Te temo
porque me conoces
por el nombre
que recibí de ellos
conoces la miseria
de mis miedos
la angustia
con que me visto
cuando miro
en esos ojos
sin saber qué mentir
para ocultarte.

Daniel Montoly©

Daniel Montoly (Montecristi, República Dominicana, 1968) estudiante de la carrera de derecho en la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD). Fue finalista en el concurso de poesía Latin Poets for Humanity, ganador del concurso de poesía de la revista Niedenrgasse y del "Editor's Choice Award" de The Internacional Poets Society. Ha publicado en el Primer Volumen de Colección Sensibilidades (España, Alternativa Editorial), Maestros desconocidos de la poesía contemporánea hispanoamericana (USA, Ediciones El Salvaje Refinado), Antología de jóvenes poetas latinoamericanos (Uruguay, Abrace Editores) y en Jóvenes poetas cantan a la paz (Sydney, Australia, Casa Latinoamericana). El Verbo Decenrrejado (Apostrophes Ediciones, Santiago de Chile) Antología de Nueva Poesía Hispanoamericana (Editorial Lord Byron, Lima, Perú) y en la antología norteamericana: A Generation Defining Itself- In Our Onw Words (AMW Enterprises, North Carolina). Algunos de sus poemas han sido traducidos al portugués, inglés y alemán. Colabora activamente con diversas publicaciones literarias y dirige el blog El Wrong Side, dedicado a la difusión de la literatura hispanoamericana.


Nota del autor del blog: Las obras visuales que ilustran esta breve selección de poemas son del gran pintor austríaco, Gustav Klimt, y proviene de diversas fuentes del Internet.