Corriste por todos los caminos
hasta comprender que el cielo no es azul
en todas partes.
-René Dayre Abella-
A René Rodríguez Soriano
Lo vi que cabalgaba como una nube de brazo izquierdo, tal vez bajo el
hechizo de una época sentimental creyendo que era justo rendirles
honores a ellas, esculpiéndoles pirámides dedicadas a la belleza de sus
piernas apócrifas. Siempre que lo veía llevaba un bolígrafo de
optimismo en el bolsillo profundo de su guayabera de cuadritos tiesos,
el cual era como el sacapuntas de sus novedosas ideas que terminaban
apoderándose de los muslos de sus historias. Pintor con brocha de color
melaza, anacoreta del mal decir, y exégeta del sentimiento ideado en
torno al poder de la palabra. El colorido animal del sol se hizo fugaz
cuando, tirano y caudillo, quiso censurar el vuelo de sus alas,
echándole al calabozo del exilio que corroe el apetito creativo del
apátrida, como sucedió como otros soñadores, por ejemplo aquél célebre
escritor de “Los siete tigres”, que terminó como retrato póstumo colgado
de las mandíbulas de uno de los felinos en un circo de cristal Murano
en un viejo barrio londinense.
Mas él, hombre de peculiar
estirpe sembró de mandarinas florecidas el asfalto de la distancia,
perfumó las cuatro orejas de la negritud, preguntándole a la brisa por
la diosa de las aguas, y ésta le concedió la magia de Merlín para que
sacara palomas de las grises entrelíneas de un papel en blanco. La
incólume claridad insular hizo un retrato suyo en el fondo telúrico de
una taza de café estéreo, usando como carboncillo zurrapas de la
inocencia y el transparente sudario de ser dentro de ser lo que se
siente, y no lo que se piensa. Esa rara e inexplicable cualidad poseída
por muy pocos, salvo aquellos que siguen todo el curso recorrido por las
arterias en el cuerpo o aquellos que sienten las palpitaciones de su
corazón al latir, en el árbol extendido de la manifestación cósmica.
Con el pórtico del crepúsculo cayendo sobre el fukú de la estatua del
Almirante, las últimas garzas cruzaron el cielo imperceptible rumbo al
noroeste buscando desesperadas llegar al gran nido, en donde las flores
de “Sangre de Cristo” cerraron las puertas de sus rojas catedrales al
público y los poetas comenzaron salir del ostracismo -del ruido- sordos
como templarios u ocultistas para dar inicio al cenáculo con el
riguroso blanco verdor de visiones alegóricas de “Una tarde de Verano”
flotando en las aguas de las contradicciones propias del Caribe.
Aquel fascinante confabulador de espíritus contenido por las letras,
jornalero gráfico de iridiscentes imágenes, alquimista del perfume del
mamey maduro describía en los royos vivos de su prosa rumores de peces
encantados con sabor a guarapo de caña en el fondo, y el hondo paisaje
de los conchos públicos, de donde muchas veces vimos que se bajaba una
muchacha con el color de las montañas que "Se llamaba Josefina", cuyas
piernas sin nada que envidiarles a las de María Félix terminaban por
humedecer el reloj biológico intrínseco en la nomenclatura de tantos
adolescentes empoderándose para siempre, con la fascinación de ser
lectores empedernidos, buscando sacarle punta al lápiz dentro del cerco
insular, tendidos por la furia teogónica de la pleamar.
Daniel Montoly
Obra del pinto dominicano, Cándido Bidó..
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